domingo, 31 de mayo de 2020

10 cosas del Perú por las que estoy agradecida (parte 1)


Vista de Artesonraju desde la subida a la Laguna Arhuaycocha, Parque Nacional Huascarán.

***

Mi amigo Teddy hizo esto mismo en su blog, y mientras leía pensé "wow, debería hacer lo mismo". ¡Copiona! Bueno, sí... Lo próximo que espero copiarle es las ganas de escalar en roca. Algún día Big Ted, algún día.

En fin, ahí voy, les cuento diez cosas de Perú por las que estoy agradecida, sin un orden particular:

1. La gastronomía.

Navajas y corvina con leche de tigre de mashwa, zapallo macre y castañas amazónicas / Erizo de mar en leche de coco con quinoa morada. Entradas del menú de Kjolle, el restaurante de Pía León en Lima.

Obvio. Igual que Ted, la comida. Igual que él y que mucha gente. La comida en Perú es cosa seria, un bastión cultural muy poderoso y orgullo de todos, y no sin razón.

Contando con muchos y muy distintos pisos climáticos, existe en el país una variedad increíble de vegetales, de tubérculos (miles -literal- de tipos de papa, y otros que fuera de la región andina son completamente desconocidos como el olluco, la oca o la mashwa), de hierbas (¡amo el huacatay y el cilantro!), de algas tanto de agua salada como de agua dulce (como el kushuro, un alga esférica que sólo crece en lagunas a más de 4.000 metros sobre el nivel del mar, y que acá comemos tanto en ensaladas como en sopas y hasta en helados), de legumbres como el chocho o tawri (tarwi en otras zonas, o lupino andino) o la ñuña, siendo algunas variedades endémicas y sólo conocidas en el lugar donde crecen. Hay quinoa negra, blanca y roja, y otros cereales que apenas están entrando en las cocinas de otros países como la kiwicha (amaranto) o la kañiwa, choclos de todos colores, paltas cremosas y un sinfín de frutas...

Es impresionante la diversidad de preparaciones, de salsas y de condimentos y también de formas de cocinar un mismo producto o animal. Al ser Perú un país donde se encuentran muchas culturas, desde las precolombinas y la colonial hasta las de diferentes olas migratorias (siendo las influencias china, japonesa e italiana las más importantes), la cocina actual es un encuentro de toda esta infinidad de ingredientes únicos y formas de comer ancestrales y nativas, junto a muchas tradiciones que vienen de otros lugares y épocas. Este encuentro debe haber dado origen a uno de los platos bandera, el lomo saltado, y a las muy, muy populares "chifas", restaurantes de comida fusión chino-peruana, donde se come la famosa chaufa, un saltado de arroz con verduras, huevo revuelto y carne de res, pollo, chancho o pato. Toda una institución en lo que a comida chatarra peruana se refiere. Realmente, excepto panaderías maravillosas (bueno, debe haber alguna, pero no en cada cuadra y seguramente sus productos tengan nombres y precios en francés) y dulce de leche (gracias Río de la Plata por tener tus exclusividades), acá hay de todo, bien sazonado, con sabores complejos y aprovechando todos los ingredientes y posibilidades para cocinarlos (frito, plancha, spiedo -el famoso pollo a la brasa-, horno, pachamanka -huatia o curanto, un horno en la tierra-, hervido, adentro de hojas de plátano, en hojas de choclo, al vapor, en jugo de limón, salteado, etc...).

Por si eso fuera poco, la comida en Perú es también muy barata. Por menos de US$3 podés comerte un menú, la forma más común de almorzar en el país, que consiste en pagar un monto fijo y elegir tu entrada (generalmente ensalada o sopa, todo el año sopa) y tu fondo (plato principal), y viene además con refresco (que a veces es un agua de algo -piña, membrillo, emoliente- y está caliente) y postre. En todos los restaurantes vas a tener por lo menos cinco opciones de fondo, todas diferentes, todas deliciosas. Además, en todas partes hay alternativas para todos los bolsillos, he comido menús riquísimos por menos de dos dólares incluso (yeah, vida mochilera), pero diría que el precio standard para algo de buena calidad ronda los S/15, menos de US$5.

Y para quienes la comida es un goce mayor y les interesa deleitarse con experiencias diferentes, en Lima hay restaurantes de nivel mundial donde comer realmente es una aventura fantástica. Estar en el país y tener acceso a alta gastronomía pensada y preparada por cocineros y cocineras de renombre, creativos, buscadores, investigadores y artistas de la cocina, es algo que agradezco mucho. Sé que es un lujo, y que no es relevante para todo el mundo, pero para quienes compartan la emoción, les prometo que vale la pena juntar un dinero extra para darse una vuelta por alguno de estos restaurantes de la capital peruana, que, si comparo con la economía uruguaya o estadounidense, no tienen precios inaccesibles. Lo complicado es encontrar lugar en las reservas, así que es algo a tener en cuenta antes de viajar (las reservas para Central y Maido necesitan mínimo 4 meses de antelación, para Kjolle, donde comimos los platos de las fotos, pudimos encontrar lugar anticipándonos dos semanas.)

Aparte de los menús y de los restaurantes con carta, hay muchas cositas que se pueden comprar por la calle, desde patitas de gallina (todavía no me animé), anticuchos (una brochette de corazón de vaca) o la gloriosa papa rellena bañada en zarza criolla, hasta postres y dulces como la mazamorra (postre hecho a base de agua de frutas y/o choclo morado), arroz con leche, queso helado, picarones (como buñuelos rioplatenses pero con forma de aro y bañados en almíbar) con ponche (leche con canela y clavo) o churros rellenos de manjar blanco.

Obvio, hay días (¿todos?) en que extraño los sorrentinos de ricotta y nuez con salsa caruso, el requesón, los bizcochos (facturas) y el postre rogel, pero bueno, también me parece que la falta de estos ítems hace mi dieta un 300% más sana que cuando estoy en el Río de la Plata. *Stay positive* ;)


2. Las montañas.

Mi amiga Rosie en la Laguna Parón, de fondo el nevado Huandoy.

Las montañas fueron una de mis principales inspiraciones para salir a viajar. Quería verlas en la vida misma, quería ver lo que se sentía tener una cosa gigante de tierra, nieve y glaciar en frente. Creo que era imposible para mí en ese momento imaginarlo y entenderlo, creo que sigue siendo muy difícil explicarlo. Siendo de un país que tiene como punto de máxima altura un cerro de 513 msnm, las montañas eran para mí la cosa más ajena del planeta. La primera vez que las vi, me explotó la mente, quedé pegada al vidrio del ómnibus imaginando el momento en que la tierra tembló y las señoras magnánimas salieron a tocar el cielo.

Hoy por hoy, vivo en un valle rodeado de montañas y quebradas. Algunas tienen glaciares (que hasta que no viví acá no supe exactamente lo que eran), que van derritiéndose para llenar lagunas de colores increíbles, que corren luego hacia abajo en ríos y alimentan y nutren de agua dulce a la mitad del país. Me despierto cada día y salgo a saludar al Huascarán, la montaña más alta del Perú, con casi 7.000 msnm. A veces le saco fotos para que mis amigos lo vean (es una montaña pero es un él) y pienso que es imposible hacerle justicia en una foto, ni se ve su inmensidad ni se siente su carácter. Poder vivir entre montañas y glaciares es un regalo enorme.


3. Lo épico.

Sofi en Choquequirao, Cusco. Cinco días de trekking subiendo y bajando esas montañas.

Vivir o viajar por acá te da la posibilidad de hacer todo tipo de actividades al aire libre y de sentirte la más aventurera y superpoderosa persona que quieras ser. Los paisajes son realmente impresionantes. En todos lados, no sólo en la montaña. En la costa hay unos acantilados que no se pueden creer, llenos de aves hermosas y delfines que pasan tres o cuatro veces al día y olas gigantes surfeadas por gente que viene de todo el mundo a explorar estas aguas y sus dosis extra de adrenalina. En la sierra hay escaladores haciendo rutas por paredes y piedras que parecen soñados, montañistas escalando en hielo, patinadores haciendo ski donde ni siquiera hay pistas, deportistas que corren desde un pico de 5.000 msnm hasta la costa en un día atravesando valles, subiendo otras montañas, el desierto y llegando al agua... Hay ríos donde hacer rafting y kayak. Hay zonas donde volar en parapente. Hay campeonatos de downhill por quebradas donde sólo alguien demente se animarían a tirarse. Hay dunas para hacer sandboard. ¡Una vez un tipo se tiró de la cima del Huascarán con un traje de ardilla voladora! En Perú hay toda la aventura que quieras, y si te dan miedo los deportes extremos como a mí, podés optar por simplemente sentarte del lado de los precipicios cuando te tomes un ómnibus en la sierra... O recordar que la posibilidad de que venga un terremoto con aluvión siempre está a la vuelta de la esquina.


4. La historia.

 Yo en Písac, Cusco, epicentro del furor arqueológico del país, en mi primer viaje por Perú.

¿Se imaginan nacer y vivir en un lugar donde por cada lugar que pasás hay un sitio arqueológico? ¿Vivir topándote con la evidencia de que por donde pisás ha caminado gente desde hace miles de años? Vuelta al punto anterior: epic AF.
Una vez me fui con un grupo de gurises (niños y niñas) de Urubamba a recorrer un sitio arqueológico que se llama Willkahuaín, en la Cordillera Blanca. Mientras yo me imaginaba cómo habría sido en su tiempo y qué habrá dejado en la cultura local la gente que habitó ese lugar hace cientos de años, elles estaban en otra, en sus cosas de preadolescentes. Más allá un grupito de niñes de preescolar de Huaraz saltaba entre piedras y jugaba a la escondida detrás de chullpas (monumentos funerarios). De repente me di cuenta, para estes niñes, esto es parte de su vida, de su normalidad y de su país. Viven en una tierra que está plagada de evidencia arqueológica, no hay una zona del Perú donde no encuentres restos de alguna cultura ancestral, y la misma gente, con matices y diferencias por supuesto, está super vinculada con esa historia.

Les visitantes antes de venir piensan que los Incas fueron y son todo. Déjenme decirles un rotundo NO. Si van a Cusco no más, seguramente se queden con esa idea, pues en general la gente allí está muy compenetrada con esa idea de ser el "ombligo del mundo" (eso es lo que Cusco significaba para el imperio Inca), y también se lo contagian a les demás peruanes. La verdad es que el Imperio Inca es una parte minúscula de la riquísima historia de esta tierra. ¡Cerca de donde vivo hay un lugar que se llama Cueva del Guitarrero, donde se halló evidencia agrícola de más de 11.000 años! Hay restos de una ciudad, que han llamado Caral, que prueba la existencia de ciudades en Sudamérica hace 5.000 años, y que se ha vuelto un sitio super importante para el desarrollo de nuevas teorías sobre por qué la gente empezó a vivir en ciudades (spoiler: la novedad de Caral es que siendo de las más antiguas ciudades del planeta, no se encontraron en ella armas o vestigios de guerra). De sur a norte podés encontrar cientos (literal) de sitios, museos y zonas arqueológicas, hay muchas que aún no han sido exploradas, y otras cuantas de las que seguro no sabemos ni la cuarta parte. Desde las culturas llamadas Paracas, con sus momias y sus tejidos, hasta las Moche (con la Dama de Cao, mujer gobernanta en el año 300 aprox), pasando por la Chavín, la Nazca, la Chimú, la Huari... Hay como para que antropólogues, historiadores y amantes de la arqueología se vuelvan loques. Y lo mejor es ver que, a pesar del paso del tiempo y de las distintas civilizaciones, invasiones y colonias, hay mucho de estas culturas que sigue vivo en la gente.


5. Las frutas.

Canasta de mangos, manzanas, bananas y paltas...

Las frutas, para mí, se merecen un punto aparte de la comida. Creo que siempre me costó comer fruta, y que es porque quizás nací en un lugar donde la distancia entre campo y ciudad en treinta años se hizo cada vez más grande (figurativamente hablando), y el acceso a fruta madura y de buena calidad se volvió cada vez más difícil para mi familia. Recuerdo a mi madre hablando de que los tomates ya no tenían sabor o que los duraznos carecían de perfume, y de probar frutillas (fresas) y damascos decentes, provenientes de una chacra orgánica, en muy contadas ocasiones, para sorprendernos con mis hermanas con las fragancias que desprendían.

Una vez que comencé a vivir en un lugar donde acceder a fruta fresca, en su punto y jugosa no es complicado, me sentí en el paraíso. Entendí a mi amiga Tania, que siempre nos decía que extrañaba los desayunos de Brasil, con bowls con frutas desconocidas y riquísimas. Poder comprar todos los días mangos y papayas baratos, tener cuatro o cinco variedades de bananas, que haya paltas casi todo el año, que las piñas (ananá) estén jugosas y perfumadas, la existencia de la deliciosa chirimoya, la guanábana, la granadilla... se siente como una bendición. Y además los precios suelen ser muy accesibles, dependiendo de la época del año.

La verdad es que en las áreas tropicales la variedad de frutas es enorme, y teniendo en cuenta lo que comenté en el punto uno sobre la gran biodiversidad del Perú, al tener distintas alturas, montañas, diferentes tipos de selvas, valles, etc., en cada microclima se generan espacios únicos para desarrollar distintos cultivos, y las frutas también son parte de éstos. Además, en los 70s hubo una reforma agraria que repartió la tierra entre el campesinado, por lo cual en este país es muy importante la agricultura familiar, y cada familia cultiva pequeñas cantidades de tierra con aquello que se da bien en su zona, rotando los cultivos cada temporada para no agotar la tierra. Esto implica que cada familia en primer lugar siembra aquello que necesita para sí misma desde tiempos ancestrales, y luego también aquello que puede vender, por lo tanto se sigue cultivando un montón de frutas y vegetales que quizás no son muy conocidos -y hasta algunos completamente endémicos a zonas muy particulares-, para satisfacer las necesidades propias y para comercializar, en pequeñas cantidades, en los mercados locales. Al vivir en "el interior" o "en provincia", y como existe algo llamado reciprocidad (de lo que hablaré en otro punto), de vez en cuando podemos comer limas, guayaperas, purush y otras frutas que apenas llegan al mercado local. ¡Y eso me parece maravilloso!

jueves, 27 de septiembre de 2018

Presente del presente

En Arhuaycocha, Campo Base Alpamayo, Cordillera Blanca, Parque Nacional Huascarán.

Hay tantas "entradas" escritas en los borradores... Si las leo voy leyendo retazos de mi historia, como una de esas colchas de patchwork que hacen las mujeres en Norteamérica. Esas colchas que cuentan cuentos armados con pedacitos de tela de colores. Así va la historia de estos últimos tres años.

A veces me preguntan si estos tres años han sido largos o cortos. La verdad es que el tiempo se me hace cada vez más extraño, no sé si es largo o es corto: es. Es lo que es.

En estos tres años ha pasado de todo. Hice un viaje que siempre soñé pero que creí que nunca haría. Me moví con mi fuerza, mis ganas, mi dolor y mi alegría por territorios que no conocía, llegué a lugares que no imaginaba, a los que creí que nunca iría. Ese caminar me dio la seguridad en mí que antes no había tenido, me dio la certeza de que puedo ir a cualquier parte, de que más allá de todo lo que me enseñaron a ser, hay alguien que es.

Un corazón que late, una vida que pide vivir, un montón de sueños que pueden ser realidades.

***

En estos tres años conocí muchísima gente. Escuché miles de historias. Conté la mía cientos de veces.

Tuve que limpiarme del desamor y del dolor caminando entre montañas, por playas y desiertos, para poder enamorarme otra vez, y después desenamorarme de nuevo. Abandonar planes, casas, sueños, deseos. Finalmente tuve que llorar mucho, tuve que tener sed y tener frío en la noche oscura, con el sonido de las cascadas de agua glaciar de fondo, pero con un amigo de corazón gigante y luz chispeante, para abrazarme y mirarme a los ojos, después de tantos, tantos días nublados, y poder verme.

Me pregunté quién era y qué estaba haciendo. Muchas veces. Hasta esa vez definitiva, acá, ya en Perú, cansadísima de llorar y de tener miedo. Miedo a que me deportaran en México, miedo a no ser amada, miedo a no encontrar amigxs, miedo a estar viviendo una vida que no era la mía. Me abracé muy fuerte, porque tenía que terminar con mi sufrimiento, y me di cuenta de que no quería morirme, quería vivir, pero tenía que cambiar el camino. Por donde estaba yendo no era yo. ¿Quién soy yo?

Soy esta. Puedo ser quien quiera ser. Este personaje se puede crear, romper, disolver, recrear, destruir y reconstruir mil veces. Y en esos procesos está la riqueza de la existencia humana.

Me reconocí en esa verdad hace pocas noches, frente al fuego, con canciones, junto a un río, junto a una nueva familia, en esta tierra montañosa, de glaciares, de estrellas, de fuego, de árboles, de polleras de colores, de paltas, de coca, de rocas, de cuevas, de huayno. La tierra que me abrazó cuando casi nada en el cosmos tenía sentido. Esta tierra, las personas que conocí en ella, las plantas que me cantan canciones de cuna aquí, el viento que se cuela por los valles, las nubes que navegan este cielo, me recordaron esa verdad: puedo ser quien quiera ser, pero hay una canción que vive en mí, desde el tiempo antes del tiempo, y que acá puede cantarse feliz.

Hay un sueño que viene de muy lejos, que vive en mi pecho desde siempre, y que acá baila y se ríe. Acá, junto al hombre que camina conmigo por estas piedras. Acá, junto a lxs amigxs que me hacen reír y me cuentan sus historias. Acá, junto a las plantas que me piden que las riegue, los pájaros que nos visitan por las tardes y parecen llamas rojas encendidas entre los maizales. Acá, con lxs niñxs duendes que me cantan canciones y me recuerdan que siempre seré esa niña salvaje que se prometió mantenerse viva a través de sus eras. Acá, cerca de los ríos y arroyos y lagunas que vibran y suenan y van nutriendo la tierra para que crezca nuestro alimento. Acá, con la gente que me habla en quechua, lxs escaladores que hacen sus meditaciones trepados a paredes de piedra, lxs gringxs que vienen de lejos a conocerse mejor, lxs viajerxs que comparten conmigo esos sueños, esos dolores, esas alegrías y esa libertad que yo también conozco. Acá, con las abejas y los tumpush y los bichitos de humedad y las vaquitas de san antonio, las mariposas naranjas, los tomatitos que crecieron en nuestras macetas, los pututus que suenan al amanecer, la música del sur de Estados Unidos que Samuel hace sonar por la casa cada día y los mates con yerba uruguaya que compartimos cuando en las tardes comienza a lloviznar. Acá con el palo santo y el romero, con el agua florida, con la esencia de menta y de tea tree, con el café de Chanchamayo, envuelta en una lliclla, escuchando pasar una banda por la calle, viendo el Sol ponerse tras la Cordillera Negra.

Miro las nubes, rezo un tabaco, cierro los ojos al Sol y soy yo. Y después de pasar por un ring of fire que ardía tan fuerte y tan loco que me quemó, en mis cenizas, puedo ver mi esencia. Y agradecer cada día, cada lágrima, toda la oscuridad que me trajo a esta luz arcoiris.

domingo, 11 de febrero de 2018

Viajar no da igual.


Sofi y yo tomando limonada mientras esperamos que alguien nos levante en la salida de Barranquilla (Colombia)

En setiembre del año 2015 de esta era, salí de mi Montevideo natal sin rumbo demasiado claro. Sólo tenía un pasaje de ida hacia la ciudad de Córdoba, en el vecino (hermano siamés) país de Argentina. Me iba con una mujer a quien apenas conocía, mi primer compañera de viaje, hoy una de mis mejores amigas, Marién. No tenía claro qué iba a hacer de mi vida, pero intuía que estaba viviendo un momento decisivo. Por primera vez en 29 años estaba saliendo de la burbuja de mi país y la vecina (y hermana siamesa) provincia argentina de Buenos Aires, para ir un poco más lejos, un poco más al norte, con la intención de llegar lo más lejos posible, no geográficamente, sino en mí.

Hoy parece mucho más claro de lo que fue en ese momento, pero lo sentía, lo deseaba y lo estaba construyendo: quería alejarme de lo conocido para encontrar una parte de mí misma que estaba perdida en las montañas, en los ríos, en las palmeras y en los mares que no había visto jamás. Quería descubrir en mí algo que iba a despertar en el momento en que viera por primera vez los paisajes que, hasta ese momento, pertenecían a fotografías, a cuentas de instagram, a fondos de pantalla. Quería saber qué era ver todo eso en la vida real, saberme parte de esos escenarios, estar ahí. Saber que mi piel, mis ojos, mi carne, mi saliva, mi pelo, mis pies, estaban ahí. Y quería ver qué Renata durmiente se despertaba allí, cuando yo fuera parte de ese mundo y no del que ya conocía.

El viaje comenzó, como dije, en Córdoba, y siguió hacia el norte argentino. De ahí continuamos por Chile, Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia, hasta que llegué a México, y me quedé.

En ese caminar, que duró por lo menos dos años y que aún no estoy segura de dar por terminado, conocí cerros y montañas, observé colores en la tierra, en las plantas, en el agua y en el cielo que jamás había visto ni podría ver en Uruguay; contemplé picos nevados, conocí a las vicuñas, las llamas y las alpacas, estuve cerca de géiseres, caminé por volcanes, crucé puentes colgantes, anduve en teleférico y en parapente, hice surf en el Pacífico, visité museos y decenas de impresionantes sitios arqueológicos. Conocí distintas especies de flamencos, a los pelícanos y las fragatas en sus islotes de coral, y nadé con peces globo en aguas transparentes. Comí frutas y vegetales que no sabía ni que existían, descubrí que el sabor de otros, en su propio origen, no tiene comparación con la mentira que comemos después de que los corten verdes, los tengan en cámaras de frío y los transporten en aviones. Dejé de ser vegetariana y probé sabores que jamás hubiera imaginado, incluso comí larvas de escarabajos.

Conocí el desierto y la selva, ciudades empinadas y con escaso oxígeno, páramos y bosques de coníferas con ardillas, montes con vegetación endémica, única de esos lugares. Estuve en lugares donde en el mismo día llueve torrencialmente y luego sale el sol, siempre, y eso hace crecer plantas maravillosas y formarse en el cielo arcoiris brillantes. Vi ríos secos, pedregales esperando la temporada de lluvias, cosas que no había imaginado más que al leer libros de ciencias y naturaleza en la escuela, vi en persona esos terrenos, vi esos árboles, supe cómo es la vida en lugares donde la naturaleza funciona de otra manera y entendí que los libros son una maravilla, los relatos son mágicos, las películas, las fotos, las músicas, los poemas, los documentales... Pero estar ahí es otro cantar.

No quiero ser esa persona que viaja y presume de su viaje ante los que no lo han hecho, pero tampoco quiero que el que no viajó se crea que quedarse en casa y no ver el mundo en persona da igual. No, no da igual. No, imaginarlo no es lo mismo que estar ahí. Creéme. No es lo mismo. Incluso hoy, después de haber visto tantas cosas, apenas puedo confiar en mis recuerdos, en las fotografías, en lo que puedo evocar si cierro los ojos. La imaginación es maravillosa, pero nada se compara con estar ahí con cuerpo y alma. Porque estar ahí no sólo es estar ahí, estar ahí es haberte llevado ahí. Es todo lo que sucedió para que tu cuerpo mortal y decadente haya llegado ahí, con todo lo que eso implica. El tiempo, el esfuerzo, el coraje, la inversión de dinero, de astucia, de horas, el enfrentar tus miedos, tu indecisión, tus dudas. Y no, definitivamente no es lo mismo imaginarte, mirar fotos, ver documentales, comprar revistas y leer blogs, que estar ahí.

Eso no quiere decir que todas las personas tengan que viajar. Nadie tiene que hacer nada. Lo único que quiero dejar bien claro es que este tipo de experiencias es un punto de quiebre en la vida de quienes lo experimentamos, y que no debería ser menospreciado por nadie, mucho menos por alguien que no lo ha hecho, pero tampoco volverse una excusa para creerse mejor persona que otro. Si algo me enseñó la vida, y me hizo tomar el examen mientras viajaba por Latinoamérica, es que cada cual tiene su camino y que mientras no esté deliberadamente haciendo daño a los demás, no deberíamos juzgar a nadie por sus elecciones, por sus acciones y mucho menos por sus deseos.

Muchas veces veo discusiones y siento en mí misma esa tensión, esa discusión entre los viajeros y los no viajeros, o la gente que viaja como turista y los que viajamos de otras maneras. Es muy difícil que uno en su vida no se "ponga la camiseta" de aquello que elige, pero es un buen ejercicio intentarlo. No hay una manera de vivir la vida, hay más de seis mil millones. Y con esto que escribo sólo pretendo ejercitarme yo.

Viajar o quedarte en casa no te hace mejor o peor persona, criticar el viaje o no viaje de los demás, probablemente sí.

martes, 24 de octubre de 2017

Santiago de Cali, las mejores arepas del mundo y nuestra peor experiencia haciendo autostop

Sofi posa para mí con su guitarra en las calles de Cali

Recuerdo ir por Santiago de Cali un mediodía buscando dónde tocar. El calor, los árboles del centro, los puentes y las escaleras para ir del norte al sur, perdernos detrás de la cineteca, como si esa ciudad fuese un laberinto a cielo abierto en medio del Valle del Cauca. Casi finalizando la jornada, entramos a un restaurante de lo que en México llaman "comida corrida" y en otros lugares simplemente "menú", y cantamos en el patio. Un señor que estaba comiendo solo se reía, y se notaban sus ganas de hasta hacer palmas. Nos dio bastante dinero y nos preguntó por nuestro viaje, los empleados del lugar sonreían, la gente que pasaba por la calle se detenía a escuchar. A esa gente le gustaban los viajeros.

***

Por esas mismas calles, una noche, caminamos hasta cansarnos junto a un arquitecto que nos contó historias de la ciudad y sus edificios que hoy ya no recuerdo. Caminamos en la madrugada con él, subiendo y bajando esas mismas escaleras, cruzando los puentes sobre el río, por pasadizos entreverados, como autopistas para peatones, hasta terminar dentro de una trompeta gigante, leyendo letras de salsas famosas, y le dimos cierre al paseo en un puesto de arepas donde comían taxistas, prostitutas y otros personajes del bajofondo caleño.


La vista de Cali desde el hostel, donde aceptaron alojarnos por un tercio del precio de la cama y donde lloré al bañarme con agua caliente después de meses.

En ese entonces de la travesía por Colombia, las arepas aún no me gustaban, pero sabía que iba a perder yo si me atrincheraba en la idea de que eran feas, y que lo mejor que podía hacer era seguir intentando hasta agarrarles la onda. A esa altura de mi vida ya me había dado cuenta de que no valía la pena encapricharme en un "no me gusta", mucho menos cuando una anda viajando.

Creo que el problema era que las arepas, en la mayoría de los casos, suelen ser un poco insulsas, y eso me aburría. Pero son el alimento más común y más barato que uno puede encontrar en las calles de Colombia, además de la comida insignia del país (rasgo que comparten con Venezuela). Tuve que aprender a amarlas, y creo que esa noche fue cuando todo comenzó. Esas fueron las mejores arepas con queso y tinto (café en la jerga local, no vino) que comí en Cali, muy seguramente porque el ambiente tan pintoresco añadía la sazón que las arepas no tenían.

Quedaba mucho por recorrer en Colombia, el viaje por allí apenas iba comenzando, y nunca hubiera creído que un día iba a jactarme de haber probado las mejores arepas del mundo, en un rincón del país que probablemente muchos colombianos no conozcan. Las mejores arepas del mundo no estaban en Cali, tampoco en Cartagena, tampoco en Medellín. Las mejores arepas del mundo, únicas e irrepetibles, estaban en un lugar que de tan pequeñito ni siquiera recibe el nombre de pueblo.

Después de probarlas, no resultó nada difícil sentenciar que las arepas son deliciosas, y que yo probé las más ricas del planeta: unas arepas dulces de queso (en Colombia, parece que casi todo es dulce y tiene queso, el arroz con leche tiene queso, el aguapanela azúcar de caña disuelta en agua caliente, bebida que los colombianos quién sabe por qué razon aman se la toman con queso adentro, a los panqueques le ponen mermelada y queso, y al arroz le ponen plátanos maduros dulces y queso) que no se parecían en nada a las de Cali, blanquitas y secas, ni a las de Medellín, también blancas, a las de Ibagué, que eran más amarillitas, a las de Cartagena, con huevo adentro, o las que comimos en un parador en la Ruta 25, cerca de Yarumal, tan grandes que, como decía Omar, el camionero anfitrión en el viaje, "podrías ponértela de sombrero". No, estas arepas deliciosas las mejores del mundo mundial me atrevo a decir sin haber probado todas eran doraditas, dulces, gorditas, fritas, con queso por dentro y queso por fuera.

La arepa sombrero de Yarumal, con su trozo de queso y su tazón de chocolate al lado como corresponde.

Las comí —bueno, comí una sola en realidad en un caserío llamado San Roque, en el departamento del César, cerca de Bosconia. Fue en un parador al costado del camino, y no les saqué fotos. Creo que, como tantas cosas importantes en la vida, recién me di cuenta de que nunca iba a olvidar esas arepas cuando ya era demasiado tarde para conseguir otra. Apenas estuvimos allí de pasada, cuando intentábamos llegar de Santa Marta a Bucaramanga, gracias a que el camión en el que íbamos tuvo un desperfecto justo un kilómetro antes de donde había una quema de llantas que cortaba la ruta: estábamos en medio del bendito paro de muleros (camioneros, traileros) que afectó a Colombia entera durante el tiempo que allí estuvimos.

Ese fue el peor dedo (autostop, aventón, rait) de nuestro viaje junto a Sofi, y era el último. Nunca llegamos a Bucaramanga, el camionero, sin decirnos nada, nos llevó por otro lado. Cuando nos dimos cuenta, nos bajamos y decidimos ponerle fin a la travesía cambiando el rumbo hacia Bogotá. Pensamos que llegar a la capital iba a ser fácil... En ese tramo fue que nos tocó la única vez que dormirmos en la carretera, sobre unos cartones al lado de un peaje, custodiadas por vendedores de café y queso con bocadillo (el martín fierro colombiano: rebanada de queso con rebanada de dulce de guayaba). Después de cinco horas intentando conseguir que alguien nos llevara (y para ese momento ya hacía dos días que estábamos en la ruta) y un par de comentarios inapropiados de un camionero y un señor que manejaba un bus vacío, decidimos esperar al otro día para encarar la ruta con sol.

Sofi con las chicas que trabajaban vendiéndole tinto y queso con bocadillo a los camioneros.
Dormimos atrás de ese signo de PARE. Antes de acostarnos otro chico que trabajaba allí nos hizo arroz con arepas.


Teníamos toda la ilusión de que nuestro último trayecto fuera memorable, después de siete meses viajando por Bolivia, Perú, Ecuador y Colombia juntas, como mochileras musicales, como cantarinas hippies, y nos salió cualquier cosa. Terminamos tomando un ómnibus, cansadas, con ganas de bañarnos, hartas de todo, deseando llegar. Pero al final, a pesar de que no fue lo que soñábamos, el peor dedo de nuestro viaje nos dio la chance de conocer pueblos olvidados, charlar con personas de esos lugares, saber lo que es dormir al costado de la ruta, juntar unos totumos de abajo del mismo árbol para que Sofi se hiciera unas maracas, y, lo más importante, probar las mejores arepas del mundo.

viernes, 23 de junio de 2017

El camino de Coveñas a Cartagena


(Las únicas dos fotos que tomé en Cartagena, horribles y con el teléfono: me daba miedo salir con la cámara de fotos y sacar el celular por la calle.)

Los recuerdos de una viajera a veces no son historias, ni hilos, ni cuentos, ni se conviernten en canciones. A veces son sensaciones casi indescriptibles, vienen en una ráfaga y son sólo visiones, un sabor, una calle de una ciudad que no sabés cuál era, un parque, un mercado, un grupo de niños siguiendo en bicicleta al autobús recalentado y viejo por el que vas llegando a Tinogasta... A veces sí, si hay lápiz y papel cerca, o una computadora, esos recuerdos empiezan a desenvolverse y se van haciendo historias, relatos del viaje, pequeñas crónicas que poco a poco desvelan recuerdos que habían quedado llenos del polvo levantado en miles de kilómetros recorriendo América Latina.

De repente vino a mí un momento... Estábamos bajándonos de un camión en una estación de servicio con hotel en una ruta, antes de llegar a Cartagena. El mulero camionero era de Medellín, y sus ojos eran celestes. Lo habíamos ayudado a amarrar los bloques de cemento que transportaba bajo el sol caliente de la costa Colombiana, después de que nos recogiera en un tramo de la carretera que nos traía desde Coveñas. Habíamos llegado allí en una travesía de varios dedos, caronas, rides, jalones, raites o aventones. El primero fue un señor que nos llevó a nosotras y a una señora por algunos kilómetros, contándonos que era español y que de joven también había hecho autostop. Luego de ese auto, nos llevó un ómnibus de pasajeros. El conductor y el guarda nos llevaron gratis, por pura solidaridad, al vernos paradas al costado de la ruta. Nos dejaron donde ésta se bifurcaba entre el camino hacia Tolú y el viejo Tolú. En medio de la horqueta había un no tan pequeño pero sí precario puesto de comida; ya pasaba el mediodía y quisimos comer algo. La señora del puesto (que vendía carne encebollada con arroz y frijoles, lo mismo que en todos lados) se ve que no tenía ninguna clase de simpatía por... no sé si por los extranjeros, por los mochileros o por los hippies, la cosa es que claramente no tuvo simpatía por nosotras, y nos dijo que no le quedaba más comida. Claro que ella no contaba con la famosa magia del viajero, y, como casi siempre, tuvimos dos ángeles a nuestro lado: dos camioneros, que nos dijeron que por favor nos sentáramos con ellos, nos dieron su comida —sí, literal, dejaron de comer y nos dieron a nosotras sus platos y nos compraron una botella de refresco. Botella que, apenas ellos se retiraron, la señora para nada amablemente nos sacó de la mesa y se puso a tomar a un costado. En la vida previa al viaje solía ser muy susceptible a este tipo de actitudes, pero viajando empecé a tomarme casi todo con liviandad y alegría, y realmente no me importó: los muleros, le gustara a la señora o no, fueron generosos con nosotras, y ellos fueron quienes le dieron una lección.

Sofi y yo seguimos de lo más contentas. Terminamos de comer y nos volvimos a la carretera. A los cinco minutos, mientras la mencionada doña nos miraba con resentimiento, nos subimos al auto de unos policías vestidos de civil, que confesaron su oficio y su misión momentos antes de que los delatara el walkie talkie que llevaban en la guantera. Donde nos dejaron, y luego nos recogió el camionero con el que empecé el relato, me compré una golosina de coco de la que no recuerdo el nombre, pero probablemente tuviera el originalísimo apelativo de "cocada". Había blancas y marrones, y la señora, afrocolombiana, llevaba toda su producción del día, puro azúcar y panela azúcar de caña, que se llama panela en Colombia, porque acá en México es piloncillo o chancaca, y la panela es un queso en un canasto sobre su cabeza, como en esas fotos de lugares exóticos, pero en la vida real.

Ese hombre, el mulero güero, fue el único camionero, de todos los que me llevaron por algún camino de Sudamérica en este último año, que se me insinuó. Me dijo "qué rico tener una aventura contigo", mientras Sofi dormía contra la ventana. No le tuve miedo, era un tipo joven en este mundo machista, y yo era una extranjera berraca la palabra que usan los colombianos para alguien corajudo, valiente, arrojado, con su mochila y su valor a cuestas. Lamentablemente era esperable, y en algún momento suponía que podía pasar. Después de que me reí y vio que ese affaire iba a vivir solamente en su imaginación, sorpresivamente dijo que no entraría a la ciudad porque ya era tarde es cierto, eran casi las cinco y estábamos en pleno paro de camioneros, conforme fuera cayendo la noche podía empezar a haber retenes en el camino, se estacionó en la gasolinera-motel y nos dejó a pie. Sofi se perdió todo el episodio, pero como siempre, nos tomamos las circunstancias con buen humor la fe inquebrantable que Sofía y yo teníamos por esos días en la ruta era increíble, y si bien es cierto que fue decayendo mientras nos adentrábamos en el Caribe colombiano, nunca jamás desapareció y encaramos nuevamente la carretera para buscar un lugar de sombra donde levantar nuestros deditos a quienes pasaran. No llegamos ni a cruzar la calle, que un auto paró. Un hombre, morocho y joven, salió por la ventana "¿Van para Cartagena?" Nos subimos en seguida, el acompañante era el papá del chico... ¿O manejaba el señor? Ya no recuerdo... Los recuerdos de viajera no saben narrarse bien a veces. No puedo recordar con exactitud quién manejaba, o de qué hablamos, pero tengo bien presente el calor, el aire acondicionado, la oscuridad de entrar en un auto con la resolana puesta en los ojos, ese camino rodeado de plantas y humedad y el sol tan fuerte pegando en el asfalto.

Nos dejaron en las afueras de la ciudad, que desde allí no tiene nada que ver con ese paisaje colonial tan pintoresco de fortalezas y mar Caribe, de paredes coloridas, balcones con enredaderas y señoras con vestidos de volados y frutas en la cabeza. Cartagena en nuestra llegada era una ciudad de sol y tierra en el aire, de grúas, de ductos de metal y gente yendo y viniendo del trabajo, de fábricas y pico y placa (o sea, no todos los días pueden circular todos los autos dentro de los límites de la ciudad, por eso nuestros anfitriones nos dejaron ahí).

Nos quedamos en una rotonda, esperando un bus que nos llevara al barrio del amigo de una amiga que nos habíamos hecho en Puerto Escondido una semana antes, con la sensación indescriptible que una siente cuando llega a un lugar nuevo. Ese sabor tan familiar de no estar perdida simplemente porque nunca sé dónde estoy, porque hace tanto que no piso dos veces el mismo sitio que no puedo sentirme perdida en ninguna parte, porque no hay punto de comparación ni de partida, todo es nuevo, siempre, cada día en un nuevo pueblo o una nueva ciudad. Se parece andar caminando a oscuras, no puedo visualizar en mi mente el mapa de ninguna de estas ciudades por las que ando, apenas si me quedo dos días conozco el camino para poder volver a donde dejé la mochila, pero al llegar, todo es un montón de calles, gentes, sonidos y palabras nuevas. No tengo idea de dónde estoy, dónde queda el barrio más rico, ni dónde el más pobre. No sé dónde está el mar, ni dónde está el río. No sé cuál es la avenida más importante, ni dónde sale a bailar la gente. No sé cuáles son las líneas de ómnibus ni por dónde pasan, dónde está la alcaldía o el mercado de abastos. No sé cómo son las casas, ni los parques, ni las canchas de fútbol, sóftbol, béisbol ni los supermercados, y la verdad que no me importa. Si así como dice mi amigo Eze, ser feliz es una decisión, entonces digo yo que sentirse perdida también.

Y ahí, llegando a Cartagena, que desde la periferia no se parece nada a lo que muestran en las cuentas de instagram de viajes, decidí una vez más que no tener idea de dónde estoy ni para dónde estoy yendo no es estar perdida, sólo es estar, y que haberme liberado de la idea de tener que saber dónde estoy e imaginar un mapa en mi cabeza me alivia y me hace bien. Estoy en Cartagena, Colombia. Con eso alcanza.


El viaje de Coveñas a Cartagena de Indias, Colombia, fue, probablemente, el 28 de junio de 2016.

jueves, 11 de mayo de 2017

Madre


Ella es ella y es el mate pegado a sus manos. Ella es ella y sus puchos frente al mar. Ella es tortas de manzana para la tarde, la murga en la oscuridad y el calor de las madrugadas de febrero. Las obras de teatro y las anécdotas sobre sus alumnos, la emoción que irradia cuando cuenta la historia de un niño que en el teatro encontró un universo donde ser libre. Ella es el Darno o Cabrera desafinados en el living de su casa, las uñas llenas de tierra moviendo plantas y podando helechos, y el siempre presente cigarrillo entre sus dedos. Más mate, películas de animales que juegan al básquet, los libros de Harry Potter y los nombres de todos los desaparecidos de América del Sur. 
Ella es su clasismo, su imaginación para alentarnos a encontrar a todos los seres del cosmos en las nubes, y su libertad al darnos la libertad de pensar, creer y buscar nuestros ideales, nuestros sueños y nuestras verdades.
Ella nos dijo siempre que lo único que quiere es que seamos buenas personas y que no llamemos demasiado la atención, aunque esto último no nos salió bien nunca, a ninguna de las tres.
Ella es la madre que elegí antes de nacer, con sus aciertos, con sus errores, con sus virtudes y sus defectos, la que me engendró, me parió, me dio la teta y me enseñó a ser libre, llenándome siempre de amor.
Y desde México, en el día de las madres, le digo GRACIAS. Gracias ma por todo, pero sobre todas las cosas, por hacernos sentir siempre ese amor incondicional que no debería hacerle falta a ningún ser humano en la Tierra. Desde el día en que supiste que yo vivía dentro de vos, hasta el día de hoy, en que estando lejos y sin pedir consejos, sé que estás conmigo y tengo tu amor y tu apoyo siempre.

Gracias por hacerme notar siempre que la vida misma es un milagro de amor, no te preocupes, que mis noticias seguirán hablándote del aire y del sol. Feliz día.

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