viernes, 23 de junio de 2017

El camino de Coveñas a Cartagena


(Las únicas dos fotos que tomé en Cartagena, horribles y con el teléfono: me daba miedo salir con la cámara de fotos y sacar el celular por la calle.)

Los recuerdos de una viajera a veces no son historias, ni hilos, ni cuentos, ni se conviernten en canciones. A veces son sensaciones casi indescriptibles, vienen en una ráfaga y son sólo visiones, un sabor, una calle de una ciudad que no sabés cuál era, un parque, un mercado, un grupo de niños siguiendo en bicicleta al autobús recalentado y viejo por el que vas llegando a Tinogasta... A veces sí, si hay lápiz y papel cerca, o una computadora, esos recuerdos empiezan a desenvolverse y se van haciendo historias, relatos del viaje, pequeñas crónicas que poco a poco desvelan recuerdos que habían quedado llenos del polvo levantado en miles de kilómetros recorriendo América Latina.

De repente vino a mí un momento... Estábamos bajándonos de un camión en una estación de servicio con hotel en una ruta, antes de llegar a Cartagena. El mulero camionero era de Medellín, y sus ojos eran celestes. Lo habíamos ayudado a amarrar los bloques de cemento que transportaba bajo el sol caliente de la costa Colombiana, después de que nos recogiera en un tramo de la carretera que nos traía desde Coveñas. Habíamos llegado allí en una travesía de varios dedos, caronas, rides, jalones, raites o aventones. El primero fue un señor que nos llevó a nosotras y a una señora por algunos kilómetros, contándonos que era español y que de joven también había hecho autostop. Luego de ese auto, nos llevó un ómnibus de pasajeros. El conductor y el guarda nos llevaron gratis, por pura solidaridad, al vernos paradas al costado de la ruta. Nos dejaron donde ésta se bifurcaba entre el camino hacia Tolú y el viejo Tolú. En medio de la horqueta había un no tan pequeño pero sí precario puesto de comida; ya pasaba el mediodía y quisimos comer algo. La señora del puesto (que vendía carne encebollada con arroz y frijoles, lo mismo que en todos lados) se ve que no tenía ninguna clase de simpatía por... no sé si por los extranjeros, por los mochileros o por los hippies, la cosa es que claramente no tuvo simpatía por nosotras, y nos dijo que no le quedaba más comida. Claro que ella no contaba con la famosa magia del viajero, y, como casi siempre, tuvimos dos ángeles a nuestro lado: dos camioneros, que nos dijeron que por favor nos sentáramos con ellos, nos dieron su comida —sí, literal, dejaron de comer y nos dieron a nosotras sus platos y nos compraron una botella de refresco. Botella que, apenas ellos se retiraron, la señora para nada amablemente nos sacó de la mesa y se puso a tomar a un costado. En la vida previa al viaje solía ser muy susceptible a este tipo de actitudes, pero viajando empecé a tomarme casi todo con liviandad y alegría, y realmente no me importó: los muleros, le gustara a la señora o no, fueron generosos con nosotras, y ellos fueron quienes le dieron una lección.

Sofi y yo seguimos de lo más contentas. Terminamos de comer y nos volvimos a la carretera. A los cinco minutos, mientras la mencionada doña nos miraba con resentimiento, nos subimos al auto de unos policías vestidos de civil, que confesaron su oficio y su misión momentos antes de que los delatara el walkie talkie que llevaban en la guantera. Donde nos dejaron, y luego nos recogió el camionero con el que empecé el relato, me compré una golosina de coco de la que no recuerdo el nombre, pero probablemente tuviera el originalísimo apelativo de "cocada". Había blancas y marrones, y la señora, afrocolombiana, llevaba toda su producción del día, puro azúcar y panela azúcar de caña, que se llama panela en Colombia, porque acá en México es piloncillo o chancaca, y la panela es un queso en un canasto sobre su cabeza, como en esas fotos de lugares exóticos, pero en la vida real.

Ese hombre, el mulero güero, fue el único camionero, de todos los que me llevaron por algún camino de Sudamérica en este último año, que se me insinuó. Me dijo "qué rico tener una aventura contigo", mientras Sofi dormía contra la ventana. No le tuve miedo, era un tipo joven en este mundo machista, y yo era una extranjera berraca la palabra que usan los colombianos para alguien corajudo, valiente, arrojado, con su mochila y su valor a cuestas. Lamentablemente era esperable, y en algún momento suponía que podía pasar. Después de que me reí y vio que ese affaire iba a vivir solamente en su imaginación, sorpresivamente dijo que no entraría a la ciudad porque ya era tarde es cierto, eran casi las cinco y estábamos en pleno paro de camioneros, conforme fuera cayendo la noche podía empezar a haber retenes en el camino, se estacionó en la gasolinera-motel y nos dejó a pie. Sofi se perdió todo el episodio, pero como siempre, nos tomamos las circunstancias con buen humor la fe inquebrantable que Sofía y yo teníamos por esos días en la ruta era increíble, y si bien es cierto que fue decayendo mientras nos adentrábamos en el Caribe colombiano, nunca jamás desapareció y encaramos nuevamente la carretera para buscar un lugar de sombra donde levantar nuestros deditos a quienes pasaran. No llegamos ni a cruzar la calle, que un auto paró. Un hombre, morocho y joven, salió por la ventana "¿Van para Cartagena?" Nos subimos en seguida, el acompañante era el papá del chico... ¿O manejaba el señor? Ya no recuerdo... Los recuerdos de viajera no saben narrarse bien a veces. No puedo recordar con exactitud quién manejaba, o de qué hablamos, pero tengo bien presente el calor, el aire acondicionado, la oscuridad de entrar en un auto con la resolana puesta en los ojos, ese camino rodeado de plantas y humedad y el sol tan fuerte pegando en el asfalto.

Nos dejaron en las afueras de la ciudad, que desde allí no tiene nada que ver con ese paisaje colonial tan pintoresco de fortalezas y mar Caribe, de paredes coloridas, balcones con enredaderas y señoras con vestidos de volados y frutas en la cabeza. Cartagena en nuestra llegada era una ciudad de sol y tierra en el aire, de grúas, de ductos de metal y gente yendo y viniendo del trabajo, de fábricas y pico y placa (o sea, no todos los días pueden circular todos los autos dentro de los límites de la ciudad, por eso nuestros anfitriones nos dejaron ahí).

Nos quedamos en una rotonda, esperando un bus que nos llevara al barrio del amigo de una amiga que nos habíamos hecho en Puerto Escondido una semana antes, con la sensación indescriptible que una siente cuando llega a un lugar nuevo. Ese sabor tan familiar de no estar perdida simplemente porque nunca sé dónde estoy, porque hace tanto que no piso dos veces el mismo sitio que no puedo sentirme perdida en ninguna parte, porque no hay punto de comparación ni de partida, todo es nuevo, siempre, cada día en un nuevo pueblo o una nueva ciudad. Se parece andar caminando a oscuras, no puedo visualizar en mi mente el mapa de ninguna de estas ciudades por las que ando, apenas si me quedo dos días conozco el camino para poder volver a donde dejé la mochila, pero al llegar, todo es un montón de calles, gentes, sonidos y palabras nuevas. No tengo idea de dónde estoy, dónde queda el barrio más rico, ni dónde el más pobre. No sé dónde está el mar, ni dónde está el río. No sé cuál es la avenida más importante, ni dónde sale a bailar la gente. No sé cuáles son las líneas de ómnibus ni por dónde pasan, dónde está la alcaldía o el mercado de abastos. No sé cómo son las casas, ni los parques, ni las canchas de fútbol, sóftbol, béisbol ni los supermercados, y la verdad que no me importa. Si así como dice mi amigo Eze, ser feliz es una decisión, entonces digo yo que sentirse perdida también.

Y ahí, llegando a Cartagena, que desde la periferia no se parece nada a lo que muestran en las cuentas de instagram de viajes, decidí una vez más que no tener idea de dónde estoy ni para dónde estoy yendo no es estar perdida, sólo es estar, y que haberme liberado de la idea de tener que saber dónde estoy e imaginar un mapa en mi cabeza me alivia y me hace bien. Estoy en Cartagena, Colombia. Con eso alcanza.


El viaje de Coveñas a Cartagena de Indias, Colombia, fue, probablemente, el 28 de junio de 2016.

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