martes, 24 de octubre de 2017

Santiago de Cali, las mejores arepas del mundo y nuestra peor experiencia haciendo autostop

Sofi posa para mí con su guitarra en las calles de Cali

Recuerdo ir por Santiago de Cali un mediodía buscando dónde tocar. El calor, los árboles del centro, los puentes y las escaleras para ir del norte al sur, perdernos detrás de la cineteca, como si esa ciudad fuese un laberinto a cielo abierto en medio del Valle del Cauca. Casi finalizando la jornada, entramos a un restaurante de lo que en México llaman "comida corrida" y en otros lugares simplemente "menú", y cantamos en el patio. Un señor que estaba comiendo solo se reía, y se notaban sus ganas de hasta hacer palmas. Nos dio bastante dinero y nos preguntó por nuestro viaje, los empleados del lugar sonreían, la gente que pasaba por la calle se detenía a escuchar. A esa gente le gustaban los viajeros.

***

Por esas mismas calles, una noche, caminamos hasta cansarnos junto a un arquitecto que nos contó historias de la ciudad y sus edificios que hoy ya no recuerdo. Caminamos en la madrugada con él, subiendo y bajando esas mismas escaleras, cruzando los puentes sobre el río, por pasadizos entreverados, como autopistas para peatones, hasta terminar dentro de una trompeta gigante, leyendo letras de salsas famosas, y le dimos cierre al paseo en un puesto de arepas donde comían taxistas, prostitutas y otros personajes del bajofondo caleño.


La vista de Cali desde el hostel, donde aceptaron alojarnos por un tercio del precio de la cama y donde lloré al bañarme con agua caliente después de meses.

En ese entonces de la travesía por Colombia, las arepas aún no me gustaban, pero sabía que iba a perder yo si me atrincheraba en la idea de que eran feas, y que lo mejor que podía hacer era seguir intentando hasta agarrarles la onda. A esa altura de mi vida ya me había dado cuenta de que no valía la pena encapricharme en un "no me gusta", mucho menos cuando una anda viajando.

Creo que el problema era que las arepas, en la mayoría de los casos, suelen ser un poco insulsas, y eso me aburría. Pero son el alimento más común y más barato que uno puede encontrar en las calles de Colombia, además de la comida insignia del país (rasgo que comparten con Venezuela). Tuve que aprender a amarlas, y creo que esa noche fue cuando todo comenzó. Esas fueron las mejores arepas con queso y tinto (café en la jerga local, no vino) que comí en Cali, muy seguramente porque el ambiente tan pintoresco añadía la sazón que las arepas no tenían.

Quedaba mucho por recorrer en Colombia, el viaje por allí apenas iba comenzando, y nunca hubiera creído que un día iba a jactarme de haber probado las mejores arepas del mundo, en un rincón del país que probablemente muchos colombianos no conozcan. Las mejores arepas del mundo no estaban en Cali, tampoco en Cartagena, tampoco en Medellín. Las mejores arepas del mundo, únicas e irrepetibles, estaban en un lugar que de tan pequeñito ni siquiera recibe el nombre de pueblo.

Después de probarlas, no resultó nada difícil sentenciar que las arepas son deliciosas, y que yo probé las más ricas del planeta: unas arepas dulces de queso (en Colombia, parece que casi todo es dulce y tiene queso, el arroz con leche tiene queso, el aguapanela azúcar de caña disuelta en agua caliente, bebida que los colombianos quién sabe por qué razon aman se la toman con queso adentro, a los panqueques le ponen mermelada y queso, y al arroz le ponen plátanos maduros dulces y queso) que no se parecían en nada a las de Cali, blanquitas y secas, ni a las de Medellín, también blancas, a las de Ibagué, que eran más amarillitas, a las de Cartagena, con huevo adentro, o las que comimos en un parador en la Ruta 25, cerca de Yarumal, tan grandes que, como decía Omar, el camionero anfitrión en el viaje, "podrías ponértela de sombrero". No, estas arepas deliciosas las mejores del mundo mundial me atrevo a decir sin haber probado todas eran doraditas, dulces, gorditas, fritas, con queso por dentro y queso por fuera.

La arepa sombrero de Yarumal, con su trozo de queso y su tazón de chocolate al lado como corresponde.

Las comí —bueno, comí una sola en realidad en un caserío llamado San Roque, en el departamento del César, cerca de Bosconia. Fue en un parador al costado del camino, y no les saqué fotos. Creo que, como tantas cosas importantes en la vida, recién me di cuenta de que nunca iba a olvidar esas arepas cuando ya era demasiado tarde para conseguir otra. Apenas estuvimos allí de pasada, cuando intentábamos llegar de Santa Marta a Bucaramanga, gracias a que el camión en el que íbamos tuvo un desperfecto justo un kilómetro antes de donde había una quema de llantas que cortaba la ruta: estábamos en medio del bendito paro de muleros (camioneros, traileros) que afectó a Colombia entera durante el tiempo que allí estuvimos.

Ese fue el peor dedo (autostop, aventón, rait) de nuestro viaje junto a Sofi, y era el último. Nunca llegamos a Bucaramanga, el camionero, sin decirnos nada, nos llevó por otro lado. Cuando nos dimos cuenta, nos bajamos y decidimos ponerle fin a la travesía cambiando el rumbo hacia Bogotá. Pensamos que llegar a la capital iba a ser fácil... En ese tramo fue que nos tocó la única vez que dormirmos en la carretera, sobre unos cartones al lado de un peaje, custodiadas por vendedores de café y queso con bocadillo (el martín fierro colombiano: rebanada de queso con rebanada de dulce de guayaba). Después de cinco horas intentando conseguir que alguien nos llevara (y para ese momento ya hacía dos días que estábamos en la ruta) y un par de comentarios inapropiados de un camionero y un señor que manejaba un bus vacío, decidimos esperar al otro día para encarar la ruta con sol.

Sofi con las chicas que trabajaban vendiéndole tinto y queso con bocadillo a los camioneros.
Dormimos atrás de ese signo de PARE. Antes de acostarnos otro chico que trabajaba allí nos hizo arroz con arepas.


Teníamos toda la ilusión de que nuestro último trayecto fuera memorable, después de siete meses viajando por Bolivia, Perú, Ecuador y Colombia juntas, como mochileras musicales, como cantarinas hippies, y nos salió cualquier cosa. Terminamos tomando un ómnibus, cansadas, con ganas de bañarnos, hartas de todo, deseando llegar. Pero al final, a pesar de que no fue lo que soñábamos, el peor dedo de nuestro viaje nos dio la chance de conocer pueblos olvidados, charlar con personas de esos lugares, saber lo que es dormir al costado de la ruta, juntar unos totumos de abajo del mismo árbol para que Sofi se hiciera unas maracas, y, lo más importante, probar las mejores arepas del mundo.

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