martes, 25 de octubre de 2016

Bolivia

Copacabana
  Salar de Uyuni
Laguna Colorada, Reserva Nacional de Fauna Andina Eduardo Avaroa
 Laguna Blanca, Reserva Nacional de Fauna Andina Eduardo Avaroa
Isla del Sol
San Agustín, un pueblo en medio del tour Atacama - Uyuni
Marién en la Isla del Pescado, Salar de Uyuni
Copacabana
Isla del Sol
Nuestra carpa en Challapampa, Isla del Sol
Sofi y Marién en las ruinas de la parte Norte de la Isla del Sol

Bolivia... Bolivia es un país único. Con gente única, costumbres únicas, paisajes maravillosos, cielos infinitos, montañas surrealistas. Lenguas nuevas, colores, aromas, hierbas... Hay montañas, ciudades a más de 4.000 metros de altura sobre el nivel del mar. Islas encantadas en lagos legendarios. El salar más grande del mundo, cactus eternos e islas de coral.

Es un país de pollos amarillentos colgados del pescuezo en los mercados, carne llena de moscas y fruta podrida, pero también cintas de color en el pelo, volados en las polleras. Música insoportable en la radio y gritos estridentes en cada terminal, anunciando repetitivamente los nombres de los destinos. Cualquier viajero que haya pasado por Bolivia se reirá recordando e imitando esos pregones, es inevitable.

Bolivia es un país extraño, donde no sabés si estás en occidente o en dónde. Donde se caen las ideas a las que más nos aferramos, a veces sin saberlo, sin cuestionarlo, casi sin poder alumbrar siquiera si son cuestiones que necesiten plantearse. ¿Cómo tenemos tan internalizadas las reglas del tránsito? ¿Por qué nos parece obvio que un vendedor va a querer vender su producto? ¿Somos gringos aunque seamos latinoamericanos? ¿Los buses deberían salir en hora? ¿Las rutas estar asfaltadas? ¿Hay que ser "limpios"? Pasé un mes en Bolivia aprendiendo que todas esas cosas son aprendizajes, son cultura, son parte de cómo y dónde crecí. Me quedo con ese legado, estar en Bolivia no fue fácil. No fue fácil ver tanta basura en los mercados, en las casas. Casi jamás encontrar un baño limpio. Temer cruzar las calles porque nadie respeta los semáforos, las rotondas, ni siquiera el sentido de las calles. Pero siempre hay cosas interesantes y nuevas que se quedan con uno, por ejemplo, estuve un mes sin utilizar los cubiertos para comer, y ya nunca quise volver a agarrarlos. Alguna gente en Bolivia aprende a picar sin tabla y a pelar la papa sin desperdiciar absolutamente un gramo de pulpa. Es que Bolivia usar tabla para picar es casi un insulto a la capacidad de la cocinera (porque casi siempre cocinan las mujeres), el utensilio más apreciado es el batán (una piedra grande sobre la que se muelen los alimentos con la ayuda de otra piedra más pequeña y redondeada), y en Bolivia se come con la mano. No importa la clase social a la que pertenezcas, jamás usarás un tenedor, y la cuchara sólo si es estrictamente necesario.

En Bolivia, igual que en el resto de los países que visité en Sudamérica, exceptuando Argentina, casi nadie tiene horno. No entienden para qué queremos un horno, y descubrí que nosotros no sabemos qué cocinar sin él. La gente que tiene uno muchas veces lo utiliza como gaveta para guardar comida, y no pueden creer que una persona común y corriente como yo sepa hacer una pizza o galletitas de avena. Para muchos, en Bolivia y en otros países, esas son comidas que sólo vieron en la tele. En Bolivia muchas veces tampoco es fácil encontrar una heladera. La carne, los pollos, esos de los que ya hablé hace dos párrafos, yacen sobre mesas o en refrigeradores apagados. A nadie le importa. Tampoco hay cerveza fría o vino que no sea excesivamente dulce y amargo. No hay pan, sólo un par de variedades que no son sabrosas, y mucho más difícil aún es encontrar un buen queso. Pero se compensa la falta de todo lo que uno considera elemental con tantas frutas deliciosas, frutas que jamás había visto en mi vida, verduras y legumbres de todo tipo y color, a precios sumamente accesibles, que uno puede comprar en mercados donde no existen los kilos ni las balanzas. Supuestamente miden la mercadería en libras y arrobas, pero todo se mide a ojo y según la simpatía que sienta por nosotros nuestra caserita, o sea la vendedora. Y todo se puede regatear.

En Bolivia no hay tiempo estimado para un viaje en bus, ni mucho menos un horario establecido para la salida de la terminal: los buses salen cuando se llenan. Y a veces se rompen en el camino, o no logran atravesar un río crecido, o son retenidos por los bloqueos, mientras te cocinás lento al calor del sol o te congelás con el vientito frío de la noche del altiplano, que trae el olor a coca del acusi del vecino. Los buses pueden ser viejos o nuevos, pero todos paran dos o tres veces en el trayecto para que compres comida (la comida más popular es la salchipapa, o sea, panchos con papas fritas, que jamás de los jamases nadie te venderá por separado aunque le expliques que sos vegetariana, que te cobren igual pero se guarden una salchicha. No, hermano. La salchipapa es así y así se vende. No hay discusión.), o también para que uno haga pis al costado de la carretera, al lado de otras cuantas personas en cuclillas o de espaldas haciendo lo mismo. No hay tiempo para tener vergüenza, hay que mear después de 6 horas sentados. Y ahí estás, haciéndolo.

En Bolivia las estrellas se ven hermosas, hermosas como en ningún otro lugar del mundo, tan hermosas como en el Cabo Polonio de Uruguay.

En Bolivia están las lagunas más impresionantes que vi en mi vida, en la Reserva Nacional de Fauna Andina Eduardo Avaroa, uno de los mejores Parques Nacionales que visité en este viaje, en un tour maravilloso que nunca dejo de recomendar. Géysers, formaciones rocosas, flamencos, volcanes, montañas, viento, un salar... Todo junto. Cuando veo las fotos no puedo creer que yo estuve en esos lugares.

Hay montañas de colores, tierras rojas, baños termales. Llamas, alpacas, vicuñas, ovejas. La sopa de maní mas rica del mundo, desfiles de bandas de guerra. En Potosí hay callejuelas serpenteantes, mercados donde comer empanadas de hojaldre y queso recién hechas, en La Paz hay que subir y bajar muchas gradas (que es como allí le dicen a las escaleras), y el teleférico sale super barato, para poder tomarlo y conocer el mercado del Alto, que es como la feria de Tristán Narvaja de Montevideo pero diez o veinte veces más grande. Venden pocos libros, mucha ropa, comida, armas, discos y películas piratas. En Santa Cruz dicen que no hay nada interesante si no vas de parranda por el fin de semana, a mí el calor me sacó corriendo, no sin antes probar las masitas y conocer a un par de personas inolvidables. Villa Tunari y sus pájaros y ranas, Copacabana con esa magia inexplicable y sus hostales que cierran a las diez de la noche, y Sucre, que además de ser bella tiene un tobogán con forma de dinosaurio gigante, por el que te dejan resbalar aunque seas adulto.

En Bolivia me di cuenta de que quería viajar hasta cansarme, que me sentía joven y libre, que quería coleccionar historias maravillosas, recuerdos, memorias, y que quería compartirlas con nuevos amigos. Descubrí que había que hacer sacrificios, romper esquemas mentales y recorrer el lado oscuro de mis propios pensamientos y sueños para poder crecer y aprender a ser distinta.

Y de Bolivia salí casi corriendo, cuando me di cuenta de que no había chequeado el permiso de migraciones en el pasaporte. Porque así son las cosas, las sorpresas que te impulsan a seguir moviéndote para que estés donde tenés que estar exactamente en el momento en que tenés que estar ahí.


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