domingo, 11 de febrero de 2018

Viajar no da igual.


Sofi y yo tomando limonada mientras esperamos que alguien nos levante en la salida de Barranquilla (Colombia)

En setiembre del año 2015 de esta era, salí de mi Montevideo natal sin rumbo demasiado claro. Sólo tenía un pasaje de ida hacia la ciudad de Córdoba, en el vecino (hermano siamés) país de Argentina. Me iba con una mujer a quien apenas conocía, mi primer compañera de viaje, hoy una de mis mejores amigas, Marién. No tenía claro qué iba a hacer de mi vida, pero intuía que estaba viviendo un momento decisivo. Por primera vez en 29 años estaba saliendo de la burbuja de mi país y la vecina (y hermana siamesa) provincia argentina de Buenos Aires, para ir un poco más lejos, un poco más al norte, con la intención de llegar lo más lejos posible, no geográficamente, sino en mí.

Hoy parece mucho más claro de lo que fue en ese momento, pero lo sentía, lo deseaba y lo estaba construyendo: quería alejarme de lo conocido para encontrar una parte de mí misma que estaba perdida en las montañas, en los ríos, en las palmeras y en los mares que no había visto jamás. Quería descubrir en mí algo que iba a despertar en el momento en que viera por primera vez los paisajes que, hasta ese momento, pertenecían a fotografías, a cuentas de instagram, a fondos de pantalla. Quería saber qué era ver todo eso en la vida real, saberme parte de esos escenarios, estar ahí. Saber que mi piel, mis ojos, mi carne, mi saliva, mi pelo, mis pies, estaban ahí. Y quería ver qué Renata durmiente se despertaba allí, cuando yo fuera parte de ese mundo y no del que ya conocía.

El viaje comenzó, como dije, en Córdoba, y siguió hacia el norte argentino. De ahí continuamos por Chile, Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia, hasta que llegué a México, y me quedé.

En ese caminar, que duró por lo menos dos años y que aún no estoy segura de dar por terminado, conocí cerros y montañas, observé colores en la tierra, en las plantas, en el agua y en el cielo que jamás había visto ni podría ver en Uruguay; contemplé picos nevados, conocí a las vicuñas, las llamas y las alpacas, estuve cerca de géiseres, caminé por volcanes, crucé puentes colgantes, anduve en teleférico y en parapente, hice surf en el Pacífico, visité museos y decenas de impresionantes sitios arqueológicos. Conocí distintas especies de flamencos, a los pelícanos y las fragatas en sus islotes de coral, y nadé con peces globo en aguas transparentes. Comí frutas y vegetales que no sabía ni que existían, descubrí que el sabor de otros, en su propio origen, no tiene comparación con la mentira que comemos después de que los corten verdes, los tengan en cámaras de frío y los transporten en aviones. Dejé de ser vegetariana y probé sabores que jamás hubiera imaginado, incluso comí larvas de escarabajos.

Conocí el desierto y la selva, ciudades empinadas y con escaso oxígeno, páramos y bosques de coníferas con ardillas, montes con vegetación endémica, única de esos lugares. Estuve en lugares donde en el mismo día llueve torrencialmente y luego sale el sol, siempre, y eso hace crecer plantas maravillosas y formarse en el cielo arcoiris brillantes. Vi ríos secos, pedregales esperando la temporada de lluvias, cosas que no había imaginado más que al leer libros de ciencias y naturaleza en la escuela, vi en persona esos terrenos, vi esos árboles, supe cómo es la vida en lugares donde la naturaleza funciona de otra manera y entendí que los libros son una maravilla, los relatos son mágicos, las películas, las fotos, las músicas, los poemas, los documentales... Pero estar ahí es otro cantar.

No quiero ser esa persona que viaja y presume de su viaje ante los que no lo han hecho, pero tampoco quiero que el que no viajó se crea que quedarse en casa y no ver el mundo en persona da igual. No, no da igual. No, imaginarlo no es lo mismo que estar ahí. Creéme. No es lo mismo. Incluso hoy, después de haber visto tantas cosas, apenas puedo confiar en mis recuerdos, en las fotografías, en lo que puedo evocar si cierro los ojos. La imaginación es maravillosa, pero nada se compara con estar ahí con cuerpo y alma. Porque estar ahí no sólo es estar ahí, estar ahí es haberte llevado ahí. Es todo lo que sucedió para que tu cuerpo mortal y decadente haya llegado ahí, con todo lo que eso implica. El tiempo, el esfuerzo, el coraje, la inversión de dinero, de astucia, de horas, el enfrentar tus miedos, tu indecisión, tus dudas. Y no, definitivamente no es lo mismo imaginarte, mirar fotos, ver documentales, comprar revistas y leer blogs, que estar ahí.

Eso no quiere decir que todas las personas tengan que viajar. Nadie tiene que hacer nada. Lo único que quiero dejar bien claro es que este tipo de experiencias es un punto de quiebre en la vida de quienes lo experimentamos, y que no debería ser menospreciado por nadie, mucho menos por alguien que no lo ha hecho, pero tampoco volverse una excusa para creerse mejor persona que otro. Si algo me enseñó la vida, y me hizo tomar el examen mientras viajaba por Latinoamérica, es que cada cual tiene su camino y que mientras no esté deliberadamente haciendo daño a los demás, no deberíamos juzgar a nadie por sus elecciones, por sus acciones y mucho menos por sus deseos.

Muchas veces veo discusiones y siento en mí misma esa tensión, esa discusión entre los viajeros y los no viajeros, o la gente que viaja como turista y los que viajamos de otras maneras. Es muy difícil que uno en su vida no se "ponga la camiseta" de aquello que elige, pero es un buen ejercicio intentarlo. No hay una manera de vivir la vida, hay más de seis mil millones. Y con esto que escribo sólo pretendo ejercitarme yo.

Viajar o quedarte en casa no te hace mejor o peor persona, criticar el viaje o no viaje de los demás, probablemente sí.

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