jueves, 14 de julio de 2016

Naufragios

Ya no son las mismas formas de escribir, ni las mismas formas de cantar, ni las mismas formas de decir mi nombre. Voy caminando por una ciudad que no conozco, llegué hace un rato, después de dos días en la ruta, dos noches durmiendo en el piso, quince días de calor que parecieron dos mil, diez meses de escuchar mi corazón galopar entre las montañas más altas que vi en mi vida, y tantas voces nuevas resonando en mis tímpanos.

Yo ya no soy la misma, pero las lágrimas se me salen de los ojos tan tibias y escurridizas como cuando estaba en Montevideo sin saber para dónde correr. Se me llenan las mejillas de calor, y las palabras que antes eran raras y ajenas, como mejillas, ya no lo son. Ahora se me escapan otros sonidos, otros términos, hablo otros idiomas. Voy buscando hacerme entender y ya no sé ni de dónde vengo. Me preguntan quién soy y la vieja historia me cansa. Por enésima vez repito lo mismo y ya no significa nada, no me importa, voy a decir una historia que apenas es sombra de la real, no voy a ahondar en mis aguas lacustres. Debajo de la superficie tranquila y cristalina está la historia de un corazón roto, como todos se pueden imaginar, porque con corazones rotos se teje la historia de este mundo. La historia de una voz que no sabe encontrarse, o quizá cuando se encuentra no se escucha. De una mujer huracán que un día decidió soltar amarras y partir, otra más de miles en este mundo, pero una que es la mía.

Las formas de escribir no son las mismas, la libertad es otra, el miedo se cambió de lugar, corrió, se escondió, se fue, zapateó conmigo una chacarera alrededor de una fogata en la Córdoba argentina y a abrazó a un desconocido para dejar que sus piernas se enredaran con las mías, mientras apoyaba mi cabeza en su hombro y bailaba un vallenato entre cientos de personas muertas de calor en la Córdoba colombiana. Yo ya no soy la que era, pero aún no puedo saber qué cambió ni qué se queda.
No sé hasta cuando voy a llorar pensando en mis plantas creciendo en los balcones de un apartamento soleado del centro de Montevideo. Puedo suponer, sin mucho miedo a equivocarme, que voy a llorarlas para siempre. A los móviles de grullas de papel que dejé colgados, a mi diario íntimo sobre mi mesa de luz, sobre la que no sé si se apoyó quizá el vaso del que tomó agua quizá otra mujer que haya dormido quizá en la cama que compré aquella tarde en La Teja y en la que dormí tantas noches sola y tantas noches acompañada. No sé si se quedarán conmigo los ojos de los hombres que me abrazaron alguna vez caminando por los duros adoquines de Capurro o ellos también van a desvanecerse.

No, yo ya no escribo de lo mismo, porque ahora quiero decir otras cosas. Quiero cantarlas, pintarlas, dibujarlas, tocarlas en mi ukulele. Exorcizar esa mañana en la Facultad de Humanidades cuando yo no podía apenas escuchar lo que decía el profesor sobre los Naufragios de Álvar Núñez Cabeza de Vaca porque estábamos levando las anclas que alguna vez elegimos fondear en el corazón y el cuerpo del otro. Porque estaba cayendo en mí. Porque la vida me estaba corriendo, me estaba empujando, me estaba soplando. Y ahora quiero decir otras cosas, pero al final, son las mismas. Que los quiero a todos, pero que sigo buscándome a mí. Que encontré una verdad tan liberadora como incómoda, y es que mi lugar en el mundo puede estar en cualquier parte. Que la historia del patito feo me parte al medio, que no voy a parar de luchar por encontrar quién soy, a dónde pertenezco y con quién quiero compartirme. Y que quizá siga caminando toda la vida, pero será la única caminata que valga la pena, porque sigo caminando el camino de este corazón agujereado, apachurrado y loco que llevo con ardor y orgullo. Que voy a seguir contradiciéndome, odiándome, amándome, sufriendo y cantando, siendo la mujer más feliz y más tonta que conocieron en su vida. Que voy a seguir sufriendo la soledad porque voy a elegirla toda la vida, aunque sólo quiera sentirme parte de algo, aunque la elija porque no la quiero más.

Y que voy a seguir escribiendo, para que un día mi botella al mar llegue a donde tiene que llegar. Para que vos me leas. Para que la luz que sale de este pecho abollado y lleno de flores alumbre tus manos, para que me digas que estás ahí y me invites el abrazo que los dos necesitamos.


La foto es del Reserva Nacional de Paracas, en Ica, Pisco, Perú.

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