Vista de Artesonraju desde la subida a la Laguna Arhuaycocha, Parque Nacional Huascarán.
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En fin, ahí voy, les cuento diez cosas de Perú por las que estoy agradecida, sin un orden particular:
1. La gastronomía.
Navajas y corvina con leche de tigre de mashwa, zapallo macre y castañas amazónicas / Erizo de mar en leche de coco con quinoa morada. Entradas del menú de Kjolle, el restaurante de Pía León en Lima.
Contando con muchos y muy distintos pisos climáticos, existe en el país una variedad increíble de vegetales, de tubérculos (miles -literal- de tipos de papa, y otros que fuera de la región andina son completamente desconocidos como el olluco, la oca o la mashwa), de hierbas (¡amo el huacatay y el cilantro!), de algas tanto de agua salada como de agua dulce (como el kushuro, un alga esférica que sólo crece en lagunas a más de 4.000 metros sobre el nivel del mar, y que acá comemos tanto en ensaladas como en sopas y hasta en helados), de legumbres como el chocho o tawri (tarwi en otras zonas, o lupino andino) o la ñuña, siendo algunas variedades endémicas y sólo conocidas en el lugar donde crecen. Hay quinoa negra, blanca y roja, y otros cereales que apenas están entrando en las cocinas de otros países como la kiwicha (amaranto) o la kañiwa, choclos de todos colores, paltas cremosas y un sinfín de frutas...
Es impresionante la diversidad de preparaciones, de salsas y de condimentos y también de formas de cocinar un mismo producto o animal. Al ser Perú un país donde se encuentran muchas culturas, desde las precolombinas y la colonial hasta las de diferentes olas migratorias (siendo las influencias china, japonesa e italiana las más importantes), la cocina actual es un encuentro de toda esta infinidad de ingredientes únicos y formas de comer ancestrales y nativas, junto a muchas tradiciones que vienen de otros lugares y épocas. Este encuentro debe haber dado origen a uno de los platos bandera, el lomo saltado, y a las muy, muy populares "chifas", restaurantes de comida fusión chino-peruana, donde se come la famosa chaufa, un saltado de arroz con verduras, huevo revuelto y carne de res, pollo, chancho o pato. Toda una institución en lo que a comida chatarra peruana se refiere. Realmente, excepto panaderías maravillosas (bueno, debe haber alguna, pero no en cada cuadra y seguramente sus productos tengan nombres y precios en francés) y dulce de leche (gracias Río de la Plata por tener tus exclusividades), acá hay de todo, bien sazonado, con sabores complejos y aprovechando todos los ingredientes y posibilidades para cocinarlos (frito, plancha, spiedo -el famoso pollo a la brasa-, horno, pachamanka -huatia o curanto, un horno en la tierra-, hervido, adentro de hojas de plátano, en hojas de choclo, al vapor, en jugo de limón, salteado, etc...).
Por si eso fuera poco, la comida en Perú es también muy barata. Por menos de US$3 podés comerte un menú, la forma más común de almorzar en el país, que consiste en pagar un monto fijo y elegir tu entrada (generalmente ensalada o sopa, todo el año sopa) y tu fondo (plato principal), y viene además con refresco (que a veces es un agua de algo -piña, membrillo, emoliente- y está caliente) y postre. En todos los restaurantes vas a tener por lo menos cinco opciones de fondo, todas diferentes, todas deliciosas. Además, en todas partes hay alternativas para todos los bolsillos, he comido menús riquísimos por menos de dos dólares incluso (yeah, vida mochilera), pero diría que el precio standard para algo de buena calidad ronda los S/15, menos de US$5.
Y para quienes la comida es un goce mayor y les interesa deleitarse con experiencias diferentes, en Lima hay restaurantes de nivel mundial donde comer realmente es una aventura fantástica. Estar en el país y tener acceso a alta gastronomía pensada y preparada por cocineros y cocineras de renombre, creativos, buscadores, investigadores y artistas de la cocina, es algo que agradezco mucho. Sé que es un lujo, y que no es relevante para todo el mundo, pero para quienes compartan la emoción, les prometo que vale la pena juntar un dinero extra para darse una vuelta por alguno de estos restaurantes de la capital peruana, que, si comparo con la economía uruguaya o estadounidense, no tienen precios inaccesibles. Lo complicado es encontrar lugar en las reservas, así que es algo a tener en cuenta antes de viajar (las reservas para Central y Maido necesitan mínimo 4 meses de antelación, para Kjolle, donde comimos los platos de las fotos, pudimos encontrar lugar anticipándonos dos semanas.)
Aparte de los menús y de los restaurantes con carta, hay muchas cositas que se pueden comprar por la calle, desde patitas de gallina (todavía no me animé), anticuchos (una brochette de corazón de vaca) o la gloriosa papa rellena bañada en zarza criolla, hasta postres y dulces como la mazamorra (postre hecho a base de agua de frutas y/o choclo morado), arroz con leche, queso helado, picarones (como buñuelos rioplatenses pero con forma de aro y bañados en almíbar) con ponche (leche con canela y clavo) o churros rellenos de manjar blanco.
Obvio, hay días (¿todos?) en que extraño los sorrentinos de ricotta y nuez con salsa caruso, el requesón, los bizcochos (facturas) y el postre rogel, pero bueno, también me parece que la falta de estos ítems hace mi dieta un 300% más sana que cuando estoy en el Río de la Plata. *Stay positive* ;)
2. Las montañas.
Mi amiga Rosie en la Laguna Parón, de fondo el nevado Huandoy.
Las montañas fueron una de mis principales inspiraciones para salir a viajar. Quería verlas en la vida misma, quería ver lo que se sentía tener una cosa gigante de tierra, nieve y glaciar en frente. Creo que era imposible para mí en ese momento imaginarlo y entenderlo, creo que sigue siendo muy difícil explicarlo. Siendo de un país que tiene como punto de máxima altura un cerro de 513 msnm, las montañas eran para mí la cosa más ajena del planeta. La primera vez que las vi, me explotó la mente, quedé pegada al vidrio del ómnibus imaginando el momento en que la tierra tembló y las señoras magnánimas salieron a tocar el cielo.
Hoy por hoy, vivo en un valle rodeado de montañas y quebradas. Algunas tienen glaciares (que hasta que no viví acá no supe exactamente lo que eran), que van derritiéndose para llenar lagunas de colores increíbles, que corren luego hacia abajo en ríos y alimentan y nutren de agua dulce a la mitad del país. Me despierto cada día y salgo a saludar al Huascarán, la montaña más alta del Perú, con casi 7.000 msnm. A veces le saco fotos para que mis amigos lo vean (es una montaña pero es un él) y pienso que es imposible hacerle justicia en una foto, ni se ve su inmensidad ni se siente su carácter. Poder vivir entre montañas y glaciares es un regalo enorme.
3. Lo épico.
Sofi en Choquequirao, Cusco. Cinco días de trekking subiendo y bajando esas montañas.
Vivir o viajar por acá te da la posibilidad de hacer todo tipo de actividades al aire libre y de sentirte la más aventurera y superpoderosa persona que quieras ser. Los paisajes son realmente impresionantes. En todos lados, no sólo en la montaña. En la costa hay unos acantilados que no se pueden creer, llenos de aves hermosas y delfines que pasan tres o cuatro veces al día y olas gigantes surfeadas por gente que viene de todo el mundo a explorar estas aguas y sus dosis extra de adrenalina. En la sierra hay escaladores haciendo rutas por paredes y piedras que parecen soñados, montañistas escalando en hielo, patinadores haciendo ski donde ni siquiera hay pistas, deportistas que corren desde un pico de 5.000 msnm hasta la costa en un día atravesando valles, subiendo otras montañas, el desierto y llegando al agua... Hay ríos donde hacer rafting y kayak. Hay zonas donde volar en parapente. Hay campeonatos de downhill por quebradas donde sólo alguien demente se animarían a tirarse. Hay dunas para hacer sandboard. ¡Una vez un tipo se tiró de la cima del Huascarán con un traje de ardilla voladora! En Perú hay toda la aventura que quieras, y si te dan miedo los deportes extremos como a mí, podés optar por simplemente sentarte del lado de los precipicios cuando te tomes un ómnibus en la sierra... O recordar que la posibilidad de que venga un terremoto con aluvión siempre está a la vuelta de la esquina.
4. La historia.
Yo en Písac, Cusco, epicentro del furor arqueológico del país, en mi primer viaje por Perú.
¿Se imaginan nacer y vivir en un lugar donde por cada lugar que pasás hay un sitio arqueológico? ¿Vivir topándote con la evidencia de que por donde pisás ha caminado gente desde hace miles de años? Vuelta al punto anterior: epic AF.
Una vez me fui con un grupo de gurises (niños y niñas) de Urubamba a recorrer un sitio arqueológico que se llama Willkahuaín, en la Cordillera Blanca. Mientras yo me imaginaba cómo habría sido en su tiempo y qué habrá dejado en la cultura local la gente que habitó ese lugar hace cientos de años, elles estaban en otra, en sus cosas de preadolescentes. Más allá un grupito de niñes de preescolar de Huaraz saltaba entre piedras y jugaba a la escondida detrás de chullpas (monumentos funerarios). De repente me di cuenta, para estes niñes, esto es parte de su vida, de su normalidad y de su país. Viven en una tierra que está plagada de evidencia arqueológica, no hay una zona del Perú donde no encuentres restos de alguna cultura ancestral, y la misma gente, con matices y diferencias por supuesto, está super vinculada con esa historia.
Les visitantes antes de venir piensan que los Incas fueron y son todo. Déjenme decirles un rotundo NO. Si van a Cusco no más, seguramente se queden con esa idea, pues en general la gente allí está muy compenetrada con esa idea de ser el "ombligo del mundo" (eso es lo que Cusco significaba para el imperio Inca), y también se lo contagian a les demás peruanes. La verdad es que el Imperio Inca es una parte minúscula de la riquísima historia de esta tierra. ¡Cerca de donde vivo hay un lugar que se llama Cueva del Guitarrero, donde se halló evidencia agrícola de más de 11.000 años! Hay restos de una ciudad, que han llamado Caral, que prueba la existencia de ciudades en Sudamérica hace 5.000 años, y que se ha vuelto un sitio super importante para el desarrollo de nuevas teorías sobre por qué la gente empezó a vivir en ciudades (spoiler: la novedad de Caral es que siendo de las más antiguas ciudades del planeta, no se encontraron en ella armas o vestigios de guerra). De sur a norte podés encontrar cientos (literal) de sitios, museos y zonas arqueológicas, hay muchas que aún no han sido exploradas, y otras cuantas de las que seguro no sabemos ni la cuarta parte. Desde las culturas llamadas Paracas, con sus momias y sus tejidos, hasta las Moche (con la Dama de Cao, mujer gobernanta en el año 300 aprox), pasando por la Chavín, la Nazca, la Chimú, la Huari... Hay como para que antropólogues, historiadores y amantes de la arqueología se vuelvan loques. Y lo mejor es ver que, a pesar del paso del tiempo y de las distintas civilizaciones, invasiones y colonias, hay mucho de estas culturas que sigue vivo en la gente.
5. Las frutas.
Canasta de mangos, manzanas, bananas y paltas...
Las frutas, para mí, se merecen un punto aparte de la comida. Creo que siempre me costó comer fruta, y que es porque quizás nací en un lugar donde la distancia entre campo y ciudad en treinta años se hizo cada vez más grande (figurativamente hablando), y el acceso a fruta madura y de buena calidad se volvió cada vez más difícil para mi familia. Recuerdo a mi madre hablando de que los tomates ya no tenían sabor o que los duraznos carecían de perfume, y de probar frutillas (fresas) y damascos decentes, provenientes de una chacra orgánica, en muy contadas ocasiones, para sorprendernos con mis hermanas con las fragancias que desprendían.
Una vez que comencé a vivir en un lugar donde acceder a fruta fresca, en su punto y jugosa no es complicado, me sentí en el paraíso. Entendí a mi amiga Tania, que siempre nos decía que extrañaba los desayunos de Brasil, con bowls con frutas desconocidas y riquísimas. Poder comprar todos los días mangos y papayas baratos, tener cuatro o cinco variedades de bananas, que haya paltas casi todo el año, que las piñas (ananá) estén jugosas y perfumadas, la existencia de la deliciosa chirimoya, la guanábana, la granadilla... se siente como una bendición. Y además los precios suelen ser muy accesibles, dependiendo de la época del año.
La verdad es que en las áreas tropicales la variedad de frutas es enorme, y teniendo en cuenta lo que comenté en el punto uno sobre la gran biodiversidad del Perú, al tener distintas alturas, montañas, diferentes tipos de selvas, valles, etc., en cada microclima se generan espacios únicos para desarrollar distintos cultivos, y las frutas también son parte de éstos. Además, en los 70s hubo una reforma agraria que repartió la tierra entre el campesinado, por lo cual en este país es muy importante la agricultura familiar, y cada familia cultiva pequeñas cantidades de tierra con aquello que se da bien en su zona, rotando los cultivos cada temporada para no agotar la tierra. Esto implica que cada familia en primer lugar siembra aquello que necesita para sí misma desde tiempos ancestrales, y luego también aquello que puede vender, por lo tanto se sigue cultivando un montón de frutas y vegetales que quizás no son muy conocidos -y hasta algunos completamente endémicos a zonas muy particulares-, para satisfacer las necesidades propias y para comercializar, en pequeñas cantidades, en los mercados locales. Al vivir en "el interior" o "en provincia", y como existe algo llamado reciprocidad (de lo que hablaré en otro punto), de vez en cuando podemos comer limas, guayaperas, purush y otras frutas que apenas llegan al mercado local. ¡Y eso me parece maravilloso!